Home > Análisis > Categoría pendiente > Todo comienza desde que comienza

Todo comienza desde que comienza

Image

Cuando parecía ser que estábamos más atentos a la validez de los sacramentos nos enseñaban  que la Misa "valía" si uno llegaba por lo menos a la proclamación del Evangelio. Parece ser que esa mentalidad sigue vigente hasta hoy.

 

Dicen que fue el famoso pelotero de los Yankees de Nueva York, Yogui Berra, quien acuñó la frase: "Nada se termina hasta que se termina". Suena a simpleza, pero las perogrulladas no dejan de ser verdades. Y cualquiera sabe que lo opuesto también es verdad, aunque sea de Perogrullo: Todo comienza desde que comienza. Pero, frecuentemente, ni siquiera esas verdades evidentes parecen ser tales. Baste pensar en uno de los mandamientos de la Iglesia, que no por desconocidos dejan de ser obligatorios. El Catecismo Católico, en el número 2042, claramente dice que el primero de ellos es "oír misa entera los domingos y fiestas de precepto". Y todos estaremos de acuerdo en que por "entero" se entiende aquello que empieza desde que empieza y no se termina hasta que se termina. O sea, que la Misa entera va desde el momento en que el sacerdote entra al recinto sagrado y termina cuando sale de él. 

En mi infancia, antes del Concilio Vaticano II, cuando parecía ser que estábamos más atentos a la validez y/o legalidad de los sacramentos que a su acción en nuestras vidas, nos enseñaban  que la Misa "valía" (o, sea satisfacía las condiciones requeridas de cumplimiento de la obligación y- ¡ojo!- no contaba como pecado, con la monserga de tener que ir a confesarse) si uno llegaba por lo menos a la proclamación del Evangelio. Parece ser que esa mentalidad- lamentablemente- sigue vigente hasta hoy. Y nos aprovechamos de ella del mismo modo como nos aprovechamos de los diversos recursos que existen para pagar menos impuestos o para sacarles la vuelta a ese tipo de obligaciones onerosas. ¿Para qué pagar más si puedo pagar menos?, es la lógica que guía nuestra vida económica y eclesial.

La relación con Dios en la Iglesia- que debería establecerse e incrementarse a través de la liturgia, fuente y culmen de la vida cristiana- queda reducida a meros intercambios legalistas de "quid pro quo". Tales intercambios, más aún, empapados como estamos en la mentalidad comercial nacida del principio de "yo gano-tú pierdes", a cambio del "quid" completito y rebosante de Dios (de lo cual la Cruz es garantía), también a Él le estamos dando tan poquito "quo" como podemos. Y seguimos tan tranquilos.

Del mismo modo como el comerciante chueco, después de engañar a un cliente, dándole gato por liebre o kilos de 800 gramos, cuenta satisfecho sus ganancias mal habidas, sin que la conciencia le reclame nada, nosotros domingo a domingo salimos felices y contentos de nuestras misas incompletas, sin darnos cuenta de que violamos la ley de la Iglesia y de que nuestra relación con Dios está naufragando. Quizás porque lo que menos nos interesa es tener una relación con Dios que no sea legalista. O porque nadie nos ha dicho jamás, o nadie nos ha convencido de que con Dios, gracias a Cristo, la relación puede y debe ser personal y de amistad, o sea de amor, y que como en la verdadera amistad, lo que más enriquece es darse al otro, sin llevar la cuenta, comenzando desde el comienzo y terminando hasta que se termina.