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¿Padre, usted cada que se confiesa?, cuando la vergüenza impide confesar los pecados.

Una pregunta constante dentro de los terrenos de confesión es: ¿cada que debo confesarme?  Ante dicha pregunta yo les confieso a las personas que yo lo hago regularmente una ves al mes. No es norma litúrgica, ni dogma de la Iglesia que lo tengan que hacer igual que yo. El segundo mandamiento de la Iglesia católica dice: confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar. Algunos son muy obedientes a él y lo cumplen puntualmente, otros más lo dejan un poco hasta la desidia.

Yo siempre aclaro que si me confieso con esa frecuencia no es porque sea más pecador o menos pecador que otras personas, lo hago por diferentes circunstancias. La primera, creo firmemente que Dios en su infinita misericordia perdona los pecados del pecador arrepentido. Ese es el punto principal por el que me confieso, pero también considero que además de confesarme cada mes será más fácil acordarme de las faltas que he cometido. Lo he comprobado muchas veces y cuando dejo pasar más tiempo del ya mencionado hay más dificultad para recordar los pecados.

Otro punto que considero muy importante es el examen de conciencia que se debe hacer antes de cada confesión. Hay que hacer un inventario general de todas esas cosas malas que hemos realizado. Después de realizarlas no hay que contentarse con simplemente reportarlas. Muchas veces me llegó a pasar que me quedaba contento con haber declarado en mi confesión todas las cosas en las que estaba mal. Si bien yo sé que Dios me perdona y me otorga su gracia, porque con el pecado alejamos la gracia de Dios, pero en la confesión nos reintegramos a ella.

Ahora bien, pongo una metáfora esperando no me mal entienda en la comparación. La gracia viene siendo como aquel monto económico con el que podemos reparar la casa después de dar a conocer que estaba en ruinas. Hemos dicho todos los desperfectos que tiene y en que circunstancias se encontraba. Después de esa confesión me otorgan dinero para reparar los daños. Pero después muchas veces pareciera que aquel monto que hemos recibido para reparar la casa agrietada y con desperfectos, lo guardamos en uno de los cajones del armario para no volverlo a sacar otra ves. Con esta analogía un poco burda, vengo a decir que la gracia otorgada en la confesión viene a ser como ese dinero. Pero como que olvidamos  que la gracia nos ayuda para restablecer esos desordenes que tenemos. Y otra cosa más, al haber supervisado la casa o nuestra vida y al darnos cuenta de todos los desperfectos, debemos hacer algo para repararlos, para erradicarlos, para evitar que la casa o nuestra vida interior se sigan desboronando. De ahí que vamos a utilizar la gracia y la voluntad personal para modificar y evitar más desperfectos. Es claro que si yo dejo pasar más tiempo, esos daños crecerán en tamaño y será más difícil  repararlos. Y puede ser que dentro de tantos  y tan variados daños se me puedan perder aquellos de menor proporción  que con el tiempo se irán engrandeciendo.

La vida misma es el templo y requiere constantes cuidados y remodelaciones. No dejemos pasar mucho tiempo sin hacer esos pequeños balances sobre el estado de nuestra vida espiritual. Y que las revisiones que hagamos puedan tener su pronta atención para que no aumenten los desperfectos. Con esto puntualizo que después de la confesión no termina el trabajo, más aun, aumenta ya que hay que reparar lo que produce el pecado.

Hay gente que nunca te invita a su casa porque le da vergüenza que veas la condición tan precaria en la que vive. Esa vergüenza también se hace presente al momento de confesar los pecados y por lo mismo no invitamos a Cristo a vivir en nosotros. Preferimos vivir la misa de a oídas y pasarla sentados en la banca mientras los demás pasan a comulgar. No dejes que la vergüenza te controle, recuerda que el demonio te quita la vergüenza cuando vas a cometer un pecado, pero te la regresa cuando lo piensas confesar.

Hasta la próxima.

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