Las relaciones oficiales entre México y la Santa Sede se establecieron en 1992 luego de las reformas al artículo 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y la entrada en vigor de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. Así quedaron formalmente reconocidos los vínculos entre el Estado mexicano y la Iglesia.
Las relaciones se hicieron oficiales mediante el intercambio de notas diplomáticas entre la Cancillería Mexicana y la Secretaría de Estado de la Santa Sede, publicadas simultáneamente el 21 de septiembre de 1992. En su nota, México expresa: “Tomando en cuenta que la Constitución Política de la República hace posible el reconocimiento de la personalidad de las Iglesias y demás agrupaciones religiosas, y de acuerdo con las conversaciones hasta ahora sostenidas para formalizar las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede; el Gobierno de México propone intercambiar representantes permanentes, con rango de Embajador o equivalente, de acuerdo con la normatividad y la práctica internacionales vigentes seguidas por México”. Por su parte, en su nota, la Santa Sede “manifiesta la seguridad de que la Iglesia Católica gozará en México de plena libertad en el ejercicio de la misión que le es propia, como también sobre la posibilidad de acrecentar su colaboración con las Autoridades en todos los campos”.
Resulta discordante -precisamente porque provoca discordia entre la sociedad- toda manifestación por parte de autoridades y de grupos políticos que pretenda silenciar a obispos y sacerdotes, además de ser atentatorias de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, publicada el 15 de julio de 1992, pues en su artículo 2º afirma que el Estado Mexicano garantiza en favor del individuo “no ser objeto de discriminación, coacción u hostilidad por causa de sus creencias religiosas” (párrafo C) y “no ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa por la manifestación de ideas Religiosas” (párrafo E).
A partir del establecimiento de las relaciones oficiales ha quedado entendido que el Estado mexicano conoce, reconoce y acepta el Credo, la Moral y la Doctrina de la Iglesia, mismos que están contenidos y expresados en tres documentos: el Catecismo de la Iglesia Católica, el Código de Derecho Canónico y la Sagrada Escritura.
En la Carta apostólica Laetamur Magnopere de Juan Pablo II, del 15 de agosto de 1997, por la que se aprueba la edición latina del Catecismo de la Iglesia Católica, se establece que este documento es “una exposición completa e íntegra de la doctrina católica, gracias a lo cual, cualquiera pueda conocer aquello que la Iglesia profesa y celebra, lo que vive y ora en su quehacer diario”.
En la Constitución Apostólica Fidei Depositum de Juan Pablo II, del 11 de octubre de 1992, por la que se promulga y establece, con carácter de instrumento de derecho público, el Catecismo de la Iglesia Católica, se explica que “tras la renovación de la Liturgia y el nuevo Código de Derecho Canónico de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias Orientales Católicas, este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial, promovida y llevada a la práctica por el Concilio Vaticano II”.
En la Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges de Juan Pablo II, del 25 de enero de 1983, para la promulgación del Nuevo Código de Derecho Canónico, se determina que “el Código, en cuanto que, al ser el principal documento legislativo de la Iglesia, está fundamentado en la herencia jurídica y legislativa de la Revelación y de la Tradición, debe ser considerado instrumento muy necesario para mantener el debido orden tanto en la vida individual y social, como en la actividad misma de la Iglesia”.
En la Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini de Benedicto XVI, del 30 de septiembre de 2010, sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, se exhorta “a todo el Pueblo de Dios, a los Pastores, a las personas consagradas y a los laicos a esforzarse para tener cada vez más familiaridad con la Sagrada Escritura. Nunca hemos de olvidar que el fundamento de toda espiritualidad cristiana auténtica y viva esla Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia. Esta relación con la divina Palabra será tanto más intensa cuanto más seamos conscientes de encontrarnos ante la Palabra definitiva de Dios sobre el cosmos y sobre la historia, tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición viva de la Iglesia”.
Es claro que, a partir de los documentos anteriores, tanto funcionarios públicos como partidos políticos, deberían abstenerse de manifestaciones represivas o desdeñosas del Credo, la Moral y la Doctrina de la Iglesia.
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