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La historia como juez

Es evidente que quienes apelan al juicio de la historia como veredicto definitivo de sus acciones intentan evadir ante la sociedad y ante su conciencia el Juicio de Dios. Ante la conciencia es más difícil porque ella es esa voz interior innata que lleva la creatura racional por ser, quiéralo o no, dependiente de su Creador. La conciencia es un “juez implacable” que se puede acallar por algún tiempo, pero nunca silenciar del todo, en particular en los momentos de reflexión, de soledad y de dolor. El ser humano, si conserva un mínimo de sensatez, busca conocer sus orígenes y reconocer su dependencia de Otro a quien necesariamente debe volver.

Pero el insensato, leemos en la Escritura, dice en su interior: “No hay Dios que me pida cuentas”. El impío tiene su conciencia adormecida o, al menos, esta es su pretensión, porque los humanos tendemos a engañarnos a nosotros mismos. Al autoengaño complaciente. En la Escritura se le llama “dureza de corazón”, que implica toda la interioridad del hombre: sus pensamientos, su voluntad, sus afectos y sus actos. Se le seca el corazón. Se vuelve insensible a las miserias humanas. San Pablo reprochaba a los romanos el gran pecado de ser “desamorados”, es decir, incapaces de sentir afecto alguno por sus semejantes. Es el pecado de los poderosos. Es un pecado grande porque va contra la naturaleza misma de Dios que es Misericordia, capaz siempre  de sentir piedad por el débil, por su creatura racional y material. Él ama a todos y de todos se compadece.

Pero la conciencia no cesa en su reproche. Recurre entonces el hombre a la artimaña, al autoengaño. Con el juicio de la historia se busca evadir el Juicio de Dios. Es verdad que la historia es la narración de los hechos y acontecimientos del pasado, pero siempre interpretados por el historiador. La historia no es la mera concatenación de los hechos brutos, tal y como sucedieron, porque esto es imposible, sino siempre narrados, es decir, interpretados. Por más que se establezcan normas para lograr una mayor objetividad, la subjetividad, la ideología y los intereses siempre aparecen e imperan. Y más en quien está implicado en ello. Apelar por tanto al juicio definitivo de la historia es recurso falaz.

Pero, ¿Quién responderá por todos los crímenes cometidos por seres humanos responsables a través de los siglos? ¿Durante una época? ¿Durante una vida? ¿Por un ser humano con responsabilidad social? El ser humano tiene historia precisamente por estar dotado de responsabilidad. Debe responder ante alguien. La historia humana, construida precisamente por seres responsables, no puede concluir en una injusticia universal.

La respuesta del cristianismo a esta pregunta fundamental es que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra, ni hay justicia humana capaz de remediarla; por tanto, la necesidad de un juez veraz y de un juicio universal, es inaplazable. Hay un Juez y hay un Juicio que restituirá el universo entero, material y racional, a su justa relación con su origen, con su destino, con Dios. Protestar contra Dios por la injusticia en el mundo es injusto. Sólo Dios puede impartir justicia y un mundo sin Dios es necesariamente injusto. La fe cristiana nos dice con certeza: El Señor Jesús, Juez universal, vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos. En el Juicio final la justicia y la misericordia divinas se entrelazan en la responsabilidad individual y social de los humanos. La misericordia no da a todas las acciones humanas igual valor sino que llama a la responsabilidad y a la esperanza.

Mario De Gasperín Gasperín