Acaba de celebrarse en Cracovia, Polonia, la Jornada Mundial de la Juventud, convocada por primera vez por el papa Juan Pablo II, continuada por el papa Benedicto XVI y esta última presidida por el papa Francisco. Hasta superar el millón de participantes han llegado a contabilizarse los jóvenes que libre y espontáneamente viajan y pernoctan con numerosos sacrificios para encontrarse con el Pontífice, escucharlo y compartir con él la fe y la alegría del Evangelio.
Cada uno es libre de alabar, aplaudir o quizá vituperar estas asambleas multitudinarias –no masivas- de jóvenes de distintas nacionalidades, lenguas y hasta religiones en torno a un anciano que entiende y comprende el sentido profundo de sus preocupaciones, y se comunica con ellos en el lenguaje de Dios: el lenguaje del amor, de la paz, de la fraternidad, de la alegría, del perdón y de la misericordia. Busque el que quiera explicaciones sociológicas, psicológicas o mercantilistas y se quedará en la superficie. Porque una constante que subyace a cualquier explicación es el hecho mismo que se repite una y otra vez, la perseverancia en una búsqueda de sentido de la vida, de encontrar respuestas válidas, de escuchar palabras verdaderas, de ver esperanzas renovadas y muchas vidas estropeadas cambiadas en mejores.
En la diócesis de Querétaro acaba de celebrarse la peregrinación número 126 de hombres a pie al Tepeyac, y la número 57 de mujeres. La asistencia es de 25 mil peregrinos a la primera y de 15 mil a la segunda, en números redondos y conservadores. En la marcha en grupo reina la alegría desbordante a pesar de las inclemencias e incomodidades del camino. Muchos repiten la experiencia. Sumemos, además, los millones de compatriotas que visitan a Santa María de Guadalupe cada año en el Tepeyac. ¿Qué es lo que lleva a esos hermanos y hermanas a los pies de la Virgen Morena? No van ciertamente porque se sientan muy buenos o ejemplares, pero sí, y esto es clarísimo, porque todos quieren ser mejores y una vida mejor. Es todo un pueblo de corazón humilde y sencillo, también lastimado, que busca a Dios, que siente la necesidad de experimentar la misericordia divina en la mirada y el abrazo de una Madre y, por tanto, de conseguir la fraternidad comunitaria y la armonía familiar. ¿Esto le parece poco?
Póngale usted los peros que quiera a ambos acontecimientos, pero lo que queda en claro es el misterio que esconden y aquí manifiestan todos esos corazones adoloridos que vuelven renovados y esperanzados al trajín diario del hogar y del trabajo. Podemos preguntarnos: ¿Algo dicen estos millones de peregrinos, adoradores de Dios; estos miles de jóvenes buscadores de sentido para su vida, a nuestras autoridades y gobernantes? ¿Por qué van tras Jesucristo, en pos de María, siguiendo al Papa y acogiéndose al cobijo de la Iglesia? ¿Les dirá esto algo a los proyectistas, planeadores e investigadores que elaboran planes educativos o reformas sociales desde su computadora? ¿Alcanzarán a percibir que son esos obreros y amas de casa, esos jóvenes e hijos de familia quienes, con su entusiasmo y sacrificio, están sosteniendo lo que aún queda de salvable y de valioso en el país? La Iglesia se empeña por comprender el alcance de ese grito que sale de esos corazones juveniles entusiastas, de esas mujeres y hombres recios, de esos padres y madres de familia que rezan pidiendo al Padre que venga a nosotros su Reino. Nos hace falta, como dice el Papa Francisco, acercar el oído al pueblo, donde sopla el Espíritu y se escucha la voz de Dios.
+ Mario De Gasperín Gasperín