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Francisco y Lutero

El 31 de octubre de 2017 se cumplen 500 años desde que Martin Lutero clavara sus famosas 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg (Alemania). Con esta acción se convirtió, casi sin quererlo, en el cabecilla de un movimiento popular que rechazaba determinadas posiciones teológicas y, sobre todo, una manera de vivir y de entender la vida que se había apoderado de ciertos círculos católicos, alejándolos de Cristo.

Lutero tal vez fue un gran hombre, un líder histórico, pero no fue un santo. Se convirtió en una persona incendiaria e intolerante, torturada por sus propias contradicciones, pero también en un valiente que levantó la voz contra la corrupción eclesiástica, tanto moral como intelectual, y que quiso que se cumpliera el sueño de los humanistas del momento: poner la Biblia en las manos del pueblo, traducirla a la lengua que todos podían entender.

¿Y por qué no se había puesto el texto sagrado al alcance de la gente? Es una actitud que hoy sería incomprensible, pero que supuso una gran dificultad para muchos católicos del momento que, con su cerrazón exagerada, dieron todavía más alas y razones a los promotores de la reforma.

Estos días Francisco participa en las celebraciones por la apertura del “año Lutero”, y ha acudido allí con unos deseos claros: recortar distancias, dar abrazos, acoger, respetar y comprender. Memorable el abrazo que le ha dado a una “obispa” luterana sueca, que se ha conmovido hasta las lágrimas.

Era un encuentro necesario y que se ha preparado durante mucho tiempo: la separación de los protestantes tuvo más motivos políticos que religiosos, pero con el paso del tiempo las posturas se enconaron y -nunca debemos olvidarlo- se adobaron con la sangre de mil guerras que han dejado su huella en las conciencias de las gentes.

Hoy en día hemos de perdonar y escuchar, sabiendo que la única intención de todas las partes es acercarse al Señor, estar más cerca de Cristo y, no cabe duda, es precisamente allí donde nos podemos encontrar. Las sesudas cuestiones teológicas tienen su importancia, pero palidecen ante la verdadera necesidad de nuestros corazones: ser uno, amarnos, abrazarnos en torno a Aquel que ha dado la vida por todos y cada uno de nosotros y que nos dejó un mandato que debemos tener siempre presente: “sed uno para que el mundo crea”.