Corría el año 2008 cuando la NASA y Google crearon conjuntamente una universidad muy particular, la Singularity University en Silicon Valley, a un paso de las oficinas de Yahoo, Apple, Facebook, Intel, etc. En aquel momento el proyecto se anunció dentro de un marco que no podía ser más bello y esperanzador: se trataría de un centro de investigación avanzado que tendría como objetivo terminar con el hambre en el mundo, entre otras metas de la mayor importancia y dificultad.
No parece que la Singularity University haya avanzado mucho para conseguir ese maravilloso resultado, ni que tenga interés inmediato en alcanzarlo, pero lo que sí ha logrado es tener los títulos universitarios más caros de todo el mundo. Tal vez esa meta sí que les resultó a sus gestores especialmente seductora.
Este ejemplo nos muestra la verdad de lo que Francisco ha querido comunicarnos en estos días: que el progreso al que asistimos y el crecimiento económico mundial se han vuelto completamente compatibles con el aumento de la pobreza y la marginación. ¿Cómo es posible una contradicción semejante? Porque “el interés se concentra en las cosas que hay que producir y no en las personas que hay que amar”. Francisco no podía ser más claro.
Todos los católicos deseamos que la Iglesia, que sabemos por experiencia que es pobre, cuente con los recursos suficientes para ejercer sus distintas labores: apostólica, caritativa, educativa, etc.; pero debemos tener siempre presente que el mayor bien con el que cuenta el pueblo de Dios es con Cristo, especialmente manifiesto en el prójimo sufriente, en el hermano que necesita de nuestra ayuda: “en verdad os digo que lo que hagáis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, me lo hacéis también a mí” (Mt 25, 40).
La Iglesia rechaza la pobreza y la exclusión que cada vez se extienden más llegando a un creciente número de personas, y sabe que el centro de la vida cristiana es el amor a Dios y a los otros: “¿Qué tiene valor en la vida, cuáles son las riquezas que no pasan? Está claro que son dos: el Señor y el prójimo. ¡Estas dos riquezas no pasan! Estos son los bienes más grandes que hay que amar”. El Señor y el prójimo, los dos amores que nos llenaran la vida de felicidad y, después, la vida eterna.
Publicado en El Observador de la actualidad