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El viaje más difícil del Papa Francisco

Los Papas no hacen excursiones turísticas. En sus salidas suelen elegir destinos que tienen una gran importancia en el momento, y en muchas ocasiones ponen en peligro su vida o intervienen en complejas situaciones diplomáticas, impulsando siempre la concordia y la reconciliación.

Francisco ha sido, en este sentido, especialmente intrépido. Su primer viaje apostólico fue a la isla de Lampedusa, donde se hacinan los más pobres entre los pobres, los que no tienen nada, los desplazados por las guerras y el hambre que llegan atravesando el Mediterráneo con la sed de justicia en los ojos. Allí dejaría una histórica homilía clamando en contra de la indiferencia y el egoísmo, y arrojaría una corona de flores al mar, sepultura indeterminada de tantos seres humanos anónimos.

(A finales del mes pasado) inició otro viaje que es, tal vez, el más difícil que un Papa ha realizado nunca y, también, el que más nos cuesta entender. Se trata de la visita a Birmania y Bangladesh, países limítrofes que apenas cuentan con un 1% de católicos entre su población. ¿Por qué acude allí el Papa y por qué este gesto es tan importante?

El motivo es que en la frontera entre estas dos naciones hay unas pocas poblaciones en las que viven los rohinyas, una etnia musulmana con un millón de personas y que es una minoría maltratada por el estado birmano, mayoritariamente budista.

Para que nos hagamos una idea baste con decir que Birmania no reconoce la existencia de los rohinyas y los tilda de “inmigrantes ilegales”. Esto supone que no tienen acceso a servicios médicos, ni a la educación y, por supuesto, carecen de cualquier derecho político. Por si fuera poco, en los últimos meses han sido sistemáticamente perseguidos y exterminados por el ejército, con el apoyo incluso de la Premio Nobel de la Paz Suu Kyi, que comparte el intenso prejuicio de los birmanos en contra de esta población, que son sus vecinos y sus hermanos.

El conflicto viene de lejos y está empañado por la violencia de ambas partes, pero en este momento se está volviendo un auténtico genocidio, la destrucción de un pueblo al que nadie escucha, pero al que el Papa ha prestado su voz, buscando llevarles esperanza y atención y, si Dios quiere, una solución pacífica que respete la vida y la dignidad de todas las partes.

Por Marcelo López Cambronero