El 24 de febrero, el pueblo salmantino de Rollán, de unos 400 vecinos ( tuvo más de 1.300 en los albores del siglo XX), lamentó la pérdida de D. Agustín Benito, un vecino ejemplar, viudo de María Antonia Rodríguez. En su funeral, oficiado por cuatro sacerdotes, llamaba la atención la iglesia a rebosar de familiares, vecinos y amigos apiñados por la cantidad. Le dijeron, entre canciones: “hasta pronto”, “hasta el Cielo”. Lo mismo, en el cementerio, en donde una multitud de amigos rodearon la sepultura. Me impactaron estas palabras del sacerdote en el camposanto: “Jesucristo, al ser sepultado, santificó la tumba, símbolo de resurrección”.
Agustín había creado, con María Antonia, un hogar feliz, en el que la vida cristiana fue la savia que recorría las venas del matrimonio y las de sus ocho hijos, cinco de ellos consagrados a Dios. Esta familia, distinguida por su espíritu de servicio, laboriosidad y entrega generosa, evoca, en mí, a la de San Bernardo de Claraval, también muy numerosa y con tantos hijos religiosos ( M. Raymond: “La familia que alcanzó a Cristo”).
Una de las hijas del matrimonio, Juani, no pudo estar físicamente presente en el sepelio de su padre: con su madre, lo recibió en el Cielo, a donde partió a la edad de 24 años en olor de santidad ( Dios me concedió un favor importante por su intercesión, inmediatamente después de implorárselo el sacerdote jesuita Tomás Morales; entonces, todavía en la tierra). Tampoco pudo estar José Antonio, el segundo de los hijos, Misionero en Perú, autor de numerosos libros y Profesor en la Universidad de Lima.
José Antonio ha publicado sobre su padre: “ Siempre le vi contento, enamorado de mi madre, más de 50 años, orgulloso de sus hijos, feliz con su trabajo en la ganadería y la agricultura. Mis recuerdos más lejanos son los de jugar con él entre sus brazos, aupado a sus hombros, llevado en el soporte de la bici a su pueblo de Carnero, llevarle la merienda al campo, (…), escucharle canciones de su tiempo, cómo conoció a mi madre en Calzada…”. En el entierro, se palpaba la paz de los suyos: habían aprendido que “la muerte no existe para un cristiano, porque es el principio de la Vida” (Venerable Padre Tomás Morales).
Josefa Romo