Un familiar sufre. Llegamos hasta las puertas de su dolor. No podemos entender plenamente lo que siente, lo que sufre, lo que le sobrecoge.
El enfermo, sin embargo, puede abrir su corazón y acoger cualquier gesto de cariño. Entonces la pena queda compartida. El cerco de la soledad ha sido eliminado.
El misterio del dolor llama, tarde o temprano, a cada ser humano. Solo en una mirada completa sobre lo que somos entendemos algo, aunque el misterio no puede ser plenamente resuelto.
Ante tanto sufrimiento, consuela descubrir que el mismo Dios quiso pasar por ese trago. Porque el Hijo, al hacerse Hombre, acogió en su propia vida ese gran reto del dolor simplemente porque nos amaba.
Por eso, cuando llega la hora de las lágrimas produce un consuelo inmenso abrirse al Varón de dolores y acoger su Pasión en la propia enfermedad.
El dolor, entonces, es compartido entre Jesús y el enfermo. La pena adquiere sentido. La esperanza vence la oscuridad que nace de un sufrimiento que desgasta.
Junto a Cristo, otras personas se acercan y ayudan a quien padece dolores en el cuerpo o en el alma. Familiares, amigos, conocidos, médicos, enfermeros, extraños que se detienen y ofrecen una palabra de afecto.
Me asomo a la puerta de tu dolor, con un deseo sincero de estar a tu lado, de acogerte en mi vida, de conseguir entrar en la tuya.
Así, el dolor compartido es menos dolor. Porque nos une en el camino terreno, nos acerca al Sufriente del Calvario, y nos da acceso a la victoria definitiva de la Pascua…
Por P.Fernando Pascual