La conmemoración de la batalla de Lepanto no tiene otra finalidad sino la de mostrar cómo, en un tiempo determinado, los cristianos tenemos que enfrentar los ataques en contra de la fe: exponiéndonos y exponiendo nuestro sistema de seguridades mundanas.
En otras palabras, haciendo bien la caridad, las obras de beneficio social, las obras de arte, como antaño las batallas navales. Confiando en Dios, sí, pero también haciendo que nuestra fe implique la existencia entera. C.S. Lewis escribió en un ensayo publicado dentro de su libro El diablo propone un brindis: “Las grandes obras (de arte) y las ‘buenas obras’ (de caridad) deberían ser también obras bien hechas. Hagamos que los coros canten bien o que se callen”.
La “buena voluntad” está muy bien, pero imaginemos a las milicias cristianas repartiendo estampitas a los otomanos en Lepanto. Había que enfrentarlos con Dios y con estrategia. Sabiendo que la verdad estaba (está) del lado de quienes han puesto su ser a disposición de la Verdad. Hoy las batallas son otras. Son culturales. Y la ignorancia religiosa, la maledicencia de los medios de comunicación seculares y el miedo al ¿qué dirán?, nos atenazan fuertemente.
Sin ofertas intelectuales excelsas, solo para exquisitos, ni sermones insulsos, solo para mojigatos, los cristianos del siglo XXI, del cambio de época, hemos de combinar la plegaria con la acción, el famosísimo ora et labora de san Benito. Es lo que ha hecho grande a la Iglesia: su mirar bien alto y su mostrar al mundo que esa mirada trascendente cambia y conquista. Lepanto, con todo su horror de muerte, es la lección de quienes –en serio—confían en el poder de la oración y en la capacidad de vencer al mal con técnica, con valor y con un torrente de astucia.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 7 de octubre de 2018 No.1213