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¿Y quién hace más?

Un ateo acostumbrado a ningunear a los creyentes podría, en un lapso condescendiente, admitir que después de todo nosotros también nos preocupamos a veces por mejorar nuestras condiciones de vida en este mundo. Aun así, diría, “yo, por supuesto, lo hago mejor porque no me distraigo con supuestos otros mundos; yo sólo espero ser feliz en éste, que no hay otro, y más me vale trabajar de lleno para que justo ahora me la pase bien”.

Podría agregar: “Ustedes apenas piden ‘el pan nuestro de cada día’ con la esperanza de hartarse después de bienes en su imaginario Cielo, mientras yo me ocupo de ‘carpe diem’, es decir, lograr lo mejor de este día porque tal vez no tenga otro momento más que disfrutar”.

Y podría rematar: “Ustedes esperan una segunda oportunidad para ser felices, yo no”.

El progreso, pues, se explicaría porque el ateo sí se toma en serio el mejorar sus condiciones de vida ahora, ya que, según él, no tendrá ningunas otras después.

No dudo que haya muchos ateos buenos que se preocupen por mejorar sus condiciones de vida, es más, que lo hagan con mejores resultados que algunos cristianos flojos. Es muy posible también que estos ateos lo hagan con generosidad hacia los demás, y con rebosante amor. Pero hacerlo así, para ellos, es opcional, no una obligación como lo es para los cristianos.

Es más, muchos ateos comodones podrían calcular qué tanto deben hacer para que el mundo mejore no sólo para ellos sino también para los demás, y convencerse que en su corta vida convendría mejor olvidarse de los demás, para gozarla sólo ellos, estos ateos, con mayor abundancia. En tiempos de Sócrates, el ateo Callicles defendió, en su increencia, el no preocuparse de los demás, sino sólo de sí mismo, para lograr así acumular poder, dinero y placeres. Si los demás sufrían, ¿qué más daba? Él, Callicles, tenía solamente una corta vida y debía procurar disfrutarla aunque para ello aplastara a su prójimo. Sabía que podría lograrlo con apenas un poco de astucia.

Para nosotros, procurar las mejoras, y procurarlas con amor, no sólo representa el lograr ser felices en el más acá, es además requisito el que lo hagamos muy bien para ser felices en el más allá. Si no nos preocupamos por el aquí, no conseguiremos el allá. Hacer el bien para nosotros es crucial, no optativo, no sólo para el aquí y el ahora, también para el después.

Por supuesto, debemos hacer el bien no por servil temor a Dios, o, utilitaristas, por sus recompensas. Lo hacemos más bien por el amor que nos infunde Dios y que nos empuja a derramarlo en quienes nos rodean, ofreciendo lo mejor de nosotros.

Me atrevo a decir que ese amor necesario distingue el progreso cristiano del progreso ateo.

Mucho del progreso ateo acaba siendo puramente material: todo aquello que el cuerpo comodón requiere para pasársela bien en esta vida. Para ello, qué mejor que un “Estado Benefactor” que se encargue de proveer no solo la vivienda social, el transporte masivo, sino inclusive se encargue de la alimentación y educación de los hijos, de la pensión, de la salud. Y qué bueno que mucho de ese progreso material se lograse de lleno (mucho de él no está en contra de las creencias cristianas). En fin, este “Estado Benefactor” es el que por lo regular promueven los países descristianizados, a punto, por ejemplo, de quitarle sus hijos a unos padres si ellos no están de acuerdo en que se les enseñe en la escuela la doctrina de género.

Los católicos somos más bien defensores del “Estado Subsidiario”. Su función no es remplazarnos en nuestras obligaciones, sino sólo en aquello que no podemos realizar por nosotros mismos. Tal vez no podamos enseñarle, como padres, trigonometría al niño, pero sí podemos y debemos enseñarle la virtud y las buenas maneras. Y al hacerlo, no sólo le enseñamos la virtud y las buenas maneras sino le brindamos amor, algo que por su propia naturaleza el “Estado Benefactor” no puede brindarnos, el cual por ser una institución legal, trata a todos por igual y de manera impersonal, no con el afecto que se le debe a cada persona.

En eso el cristiano siempre es mejor y logra así mayor felicidad no sólo en el allá, sino también en el aquí para todos los que le rodean.

Por Arturo Zárate Ruiz

Arturo Zárate Ruiz (México)
Arturo Zárate Ruiz es periodista desde 1974. Recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1984. Es doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin, 1992. Desde 1993 es investigador en El Colegio de la Frontera Norte y estudia la cultura fronteriza y las controversias binacionales. Son muy diversas sus publicaciones.