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La comunidad y la sociedad civil

Frente a las intromisiones del Estado en asuntos familiares o de la Iglesia, promoviendo el divorcio, arrebatando toda educación de los hijos a los padres, exigiendo a los curas quebrantar el sigilo de la confesión, pidiéndole al obispo que trate a sus presbíteros como si fueran meros empleados, no como hijos suyos, conviene recordar la distinción de las comunidades y las sociedades civiles.  Conviene recordarla además porque las mismas comunidades a veces se comportan como sociedades mercantiles, por ejemplo, esposos que andan de cuenta chiles y dan sólo en la medida que reciben, y parroquias y aun obispados en que todo es burocracia.

La confusión surge porque las comunidades y las sociedades civiles descansan en vínculos sociales.  Sin embargo, no son lo mismo.  Sería como confundir una familia con una empresa; un grupo de amigos, con los socios de un negocio; los niños en el catecismo con los niños en una escuela pública; los miembros de una tribu con los ciudadanos.

Una comunidad está unida por los vínculos del parentesco, de convivencia en un lugar común, o de valores e historia personal, también comunes, que permiten a los individuos hablar de vidas entrelazadas, una tradición y una cultura compartidas.  La relación entre los miembros de una comunidad es personal.  Lo que les mueve a permanecer unidos es la amistad y el amor.  Por ello, sobrepuja la generosidad sobre la obligación ya cumplida. Su fin no sólo es el bien común sino también el bien particular de cada miembro del grupo, pues cada uno, por ser distinto, requiere atención especial, personal, como la que da una madre a cada hijo.

En una sociedad civil, independientemente de que los individuos compartan o no el vínculo comunal, éstos se ven preeminentemente unidos por relaciones contractuales y legales, ya económicas, laborales o civiles, a las cuales el Estado debe darles vigor.  Los lazos civiles trascienden entonces los comunitarios, a punto de volverse impersonales, pues su base, la ley del Estado, no la vida en común, no admite distingos de personas.  Los lazos civiles deben expresar, a través de esa ley, una voluntad colectiva que se aplica a cada individuo sin distinciones, ya por los derechos y responsabilidades que debe gozar y cumplir, ya por las metas que unido a la sociedad civil debe procurar junto con ella. Lo que mueve a la sociedad civil es la utilidad y el interés de los asociados.  En la consecución de este interés sólo se cumple con la obligación, sin sobrepujar la generosidad. Y se busca conseguir el interés de la mayoría, aunque a algunos miembros de la sociedad no lo prefieran así, ni les convenga personalmente.  Un maestro de escuela no debe tratar de manera especial a ninguno de sus alumnos, ni un funcionario público debe asignar presupuesto según convenga a sus amigos.

Tras recordar estas distinciones, hay por supuesto que aceptar la importancia de la sociedad civil.  No todas nuestras relaciones son comunitarias.  Muchas, por ejemplo, son mercantiles y el Estado debe vigilar que se cumplan según los acuerdos justos.

Sin embargo, la intervención del Estado o los arreglos civiles en nuestras vidas deben respetar el principio de subsidiariedad que reconoce la razón y defiende la Iglesia.  Sólo aquello que una comunidad no pueda lograr por sí misma (por ejemplo, enseñarle cálculo integral a los hijos, conseguir tomates en la tienda pues no hay en la huerta familiar) correspondería al Estado o a una sociedad mercantil.  Lo que una comunidad pueda hacer por sí misma, debe permitirse preservárselo, al menos por tres razones:

  1. Las comunidades, especialmente, la familia, preceden al Estado y a cualquier otro arreglo civil. No es pues el Estado el que debe definir lo que es la familia, sino la familia la que debe exigir las protecciones del Estado.  No es el Estado el que debe definir la religión sino el que debe protegerla.
  2. Las relaciones humanas más satisfactorias son las personales, no las impersonales. Nos gusta que nos llamen por nuestro nombre y nos traten como amigos, eso no corresponde ofrecerlo a una sociedad civil que en principio no debe establecer distinciones entre personas.  Pongamos la comunidad a un lado y lo que queda es una fábrica de chorizos en que uno y otro son intercambiables e irreconocibles: cualquiera da igual.
  3. San Pablo nos enseña que obrar sólo porque lo manda la ley es de esclavos mientras que obrar porque nos guía y mueve el Amor nos libera.

Por Arturo Zárate Ruiz

Arturo Zárate Ruiz (México)
Arturo Zárate Ruiz es periodista desde 1974. Recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1984. Es doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin, 1992. Desde 1993 es investigador en El Colegio de la Frontera Norte y estudia la cultura fronteriza y las controversias binacionales. Son muy diversas sus publicaciones.