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Apóstol, instrumento de otro

Pedro supo desde su primer encuentro con Jesús que no podía seguir viviendo como había vivido hasta entonces. Testimonio de ello son su confusión, su miedo y su humillación en ciertos momentos de su vocación apostólica.

Antes de encontrarse con Jesús, Pedro tenía una buena opinión de sí mismo. Confiaba en sus recursos y se afirmaba naturalmente como jefe. Pero el paso de Jesús le arrebató su amor propio. Desde que conoció al Señor, se conoció a sí mismo: Supo que no era nada y que estaba destinado a enfrentar continuamente su insignificancia personal con la gloría y el poder de Dios.

Jesús lo preparó para la dignidad de jefe supremo de la Iglesia, mediante la revelación de su incapacidad, su impotencia y su debilidad. Él, tan impetuoso para asumir la responsabilidad y tomar la palabra el primero, le suplica al Señor que se aparte de él, se reconoce indigno, se vacía de toda suficiencia y presunción.

Es verdad que más adelante necesitaría todavía otras experiencias dolorosas, otros fracasos y caídas, antes de aprender a fondo aquella lección.

Pero el ser apóstol no puede compaginarse con el orgullo. Por medio de derrotas y vergüenzas tendría que aprender la humildad, tendría que vaciarse completamente de sí mismo para poder ser instrumento de otro.

Todo empezó a la orilla del lago, una mañana que el Señor le pidió prestada la barca, cuando sus oyentes se apretujaban deseosos de oírle.

Y mientras Jesús hablaba, Pedro lo escuchaba con interés y con aprobación. Notaba el efecto que las palabras de Jesús producían en los oyentes. Jesús hablaba bien, mucho mejor que todos los demás a los que había oído en la sinagoga o en otros lugares. Pero los sermones no eran asunto de Pedro. Su oficio era pescar   y él pescaba bien.

Por eso, cuando dejó de hablar, Jesús se acercó a Pedro y le dijo: “Pedro, ahora vamos a pescar”. Pedro se quedó sorprendido. El Señor le había tocado precisamente su punto flaco. “Es inútil – respondió   nosotros hemos estado trabajando toda la noche sin pescar nada. Conozco bien el lago. Hoy no hay nada que hacer”.

“Vamos de todos modos”, dijo Jesús. Y el milagro se produjo. Y entonces Pedro se quedó totalmente confundido. Allí, en su terreno, en un asunto de su competencia, Jesús le había derribado. Le había hecho ver que él también tenía necesidad del Señor, que él no era nada sin el Señor, ni siquiera en esas cosas que él creía saber tan bien.

A Pedro lo convirtió una pesca no un sermón,. Jesús lo acorraló en su último reducto, lo vació de su última satisfacción de sí mismo, le hizo confesar su inconsistencia total delante de Él: “Señor, apártate de mí, que soy un pecador”.

Así es como empieza toda verdadera vocación de apóstol. En ciertos momentos tenemos que ceder en nosotros el lugar a otro, tenemos que rezar, tenemos que recibir ayuda, necesitamos que se nos eche una mano.

Lo mismo que Pedro supo que necesitaba nada menos que la presencia de Cristo en su barca para que él aprendiese incluso a pescar   también nosotros sabemos que sin Él no podemos hacer nada. Si queremos ser verdaderos apóstoles, tenemos que permitir que otro actúe en y por medio de nosotros.

Ser apóstol es ser enviado, es ser instrumento de otro. Ser apóstol es vaciarse de sí mismo, de su orgullo, de su autosuficiencia. Es ponerse, con toda humildad, en manos de otro más grande, es confiar y entregarse a Él.

Queridos hermanos, si queremos ser apóstoles, entonces también nosotros tenemos que pasar por esta misma transformación de San Pedro. Tenemos que hacernos humildes y pequeños, para que María, para que Dios puedan utilizarnos como sus instrumentos en cada momento, para que puedan enviarnos adonde quieran.

Padre Nicolás Schwizer