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El sacramento de la caridad

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Comentarios a la Exhortación Apostólica de su santidad Benedicto XVI.

 

Introducción.

Por segunda vez el tema de la Caridad retorna en el Magisterio de nuestro Papa Benedicto. En la primera encíclica nos recordaba como el “amor-caridad” constituye la esencia divina. Definición, ésta, con notables consecuencias e implicaciones éticas, sea a nivel de nuestra identidad cristiana, en cuanto creados a imagen y semejanza de Dios, sea a nivel de vida cristiana cotidiana: llamados a vivir siempre como hermanos. No podemos ya actuar, de ninguna manera, desconociendo este gran misterio de amor que nos envuelve.

En este segundo gran documento que, en cuanto exhortación apostólica, es el reflejo fiel del último sínodo de los obispos, vuelve la centralidad del misterio del amor-caridad: “Se define la Eucaristía como el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios para cada hombre” (n. 1). En esta ocasión es propiamente la Eucaristía el centro físico y sacramental del amor de Dios, que se hace presencia cotidiana en la vida de la Iglesia; que en la materialidad del alimento y de la bebida revela su indispensabilidad para la existencia del hombre; que en la conexión con aquel que se parte para los demás y se dona en totalidad, asume los rasgos de un mandato de solidaridad y de servicio, para aquellos que lo contemplan y que de ello se nutren.

La Exhortación se estructura en tres grandes y maravillosos “capítulos-meditación” acerca del misterio eucarístico:

1. La Eucaristía: misterio de fe para CREER.
2. La Eucaristía: misterio litúrgico para CELEBRAR.
3. La Eucaristía: misterio de acción para VIVIR.

1. MISTERIO DE FE.

La Eucaristía amplifica los horizontes de nuestra fe y la fortalece: “La fe se expresa en el rito y el rito refuerza la fe” (n. 6). Nos relaciona a su origen trinitario, en cuanto es “don suyo”; y nos repropone el advenimiento antiguo y nuevo de la alianza trinitaria entre Dios y el hombre, sellada permanentemente por la sangre del cordero inmolado en cada Eucaristía. 
Además, en el pan y en el vino eucarísticos, es toda la vida divina que nos alcanza (n. 8). La fe eucarística nos impulsa hacia un renovado asombro frente a la acción dinámica del Espíritu Santo que, por gracia, transforma, frente a nuestros ojos de la fe, la materia del pan y del vino en cuerpo y sangre real del cordero inmolado. Y se nos dice que es por la acción del Espíritu que Cristo permanece presente y operante en su Iglesia, a partir de la Eucaristía. 
En lugar de perdernos en especulaciones teológicas acerca del origen de la Iglesia, la fe nos indica en la Eucaristía la solución del problema. En ella encontramos el principio causal de la Iglesia y el elemento que la conserva unida en comunión: 
“Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismas de la Iglesia” (n. 14).

Otra hermosa verdad, quizá, una tantito descuidada dentro de nuestra vida eclesial es la conexión vital que se establece entre la Eucaristía y los demás sacramentos. Es, en efecto, la Eucaristía el sacramento que da plenitud a la iniciación cristiana; que pide una vivencia transformadora y de conversión del sacramento penitencial; que enriquece el beneficio de alivio del sacramento de los enfermos y de alimento último para el tránsito final; que no sólo constituye el fin más precioso del ministerio ordenado, sino que de ello es la fuerza compulsiva para que todo el arco de vida de los ministros se desarrolle como servicio de la caridad. El sacramento del matrimonio, incluso, encontrará en el Jesús eucarístico el icono más elevado de la auténtica naturaleza de todo amor conyugal.

La última referencia de este primer capítulo es a la meta final de todo creyente, a su destino sobrenatural. La Eucaristía, en efecto, ha sido donada al hombre peregrino para que no desfallezca en su camino. Mirando hacia arriba, además, el hombre peregrino podrá esperar su conjunción con María, la madre que lo ha precedido en el triunfo.

2. MISTERIO LITURGICO.

Para los cristianos el “arte de orar y de celebrar” será siempre un reto y un gran atractivo. Es en este contexto como la Eucaristía puede permitir, a todos, alcanzar lo máximo de la oración y lo más elevado de la celebración cristiana de la fe. Los cristianos en general, privilegiados por el don de la celebración eucarística, debemos buscar siempre la forma más digna y activa, según el lugar que ocupemos en ella, para participar. La atención a los textos proclamados, la riqueza de los signos utilizados, la belleza de los cantos y el decoro del servicio al altar, nos facilitarán la experiencia y la conciencia del gran misterio de Cristo, alimento de vida eterna y bebida de salvación.

La exhortación nos recuerda, también, las necesarias condiciones personales de “gracia” y de comunión con Cristo y con los demás, para que nuestra participación en la Eucaristía sea lícita y verdaderamente eficaz. El simple hecho de la presencia a la Eucaristía no nos autoriza automáticamente a recibir la comunión. Se nos señala, en fin, el gran valor de la adoración y contemplación eucarística en la vida de la comunidad creyente y del cristiano.

3. MISTERIO DE VIDA.

Para aquellos cristianos que están acostumbrados a ir a Misa los domingos, sin importarle luego el estilo de su vida, este tercer capítulo los obliga a cuestionarse. La autenticidad del culto y la verdad de la religiosidad, dependen de la manera de influir sobre la vida de quienes participan. Es la coherencia de la vida la que refleja la validez de las prácticas y de las devociones religiosas. En este capítulo, en efecto, se nos pide de “vivir” lo que la Eucaristía, creída y celebrada, significa y demanda. El cristiano no puede reducir este misterio a una forma intimista de relacionarse con lo divino y basta. 
El encuentro con el Señor, vivo y presente, se hace verdadero y más auténtico cuando nos impulsa hacia “acciones concretas” de caridad. El sacramento del amor y de la caridad mira a cambiarnos desde dentro, para que aprendamos a amar como Jesús.

El sacramento eucarístico compromete la realidad humana del creyente en su cotidianeidad. Arriba de todo resplandece la misa dominical, cuya vivencia fiel, participada, atenta y mística, debería moldear el mismo estilo de vida de quienes la celebran y participan. Si el Domingo, se nos aclara en el documento, no viene santificado, resultará ser otro día más “vacío de Dios” y sin implicación alguna en la vida real. En efecto, sólo la frecuencia dominical de la Eucaristía podrá ayudar a descubrir la dimensión comunitaria de la existencia cristiana en términos de solidaridad, de caridad, de esperanza y de liberación de todos los males. En otras palabras: la Eucaristía dominical debe influir sobre la percepción cristiana de la existencia y la nueva manera de conducirla. Se trata de una gran verdad, sea para los sacerdotes, como para los religiosos, religiosas y laicos. En la Eucaristía todos encontramos siempre la fuerza para el seguimiento de Cristo obediente, pobre y casto (n. 81).

 En la Eucaristía, también, encontramos la razón y el estímulo para nuestra transformación moral. De hecho, “una Eucaristía que no se traduzca en amor, concretamente practicado –afirma el documento- es en sí misma fragmentada” (n. 82). La coherencia eucarística nos pide, además, el público testimonio de nuestra fe, cuando se trata de defender los valores fundamentales de la vida humana, de la familia, del matrimonio, de la educación de los hijos y de la promoción del bien común (n. 83).

La Eucaristía, por cierto, no es solo fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, sino lo es también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (n. 84). ¿Cual es su primera misión? Es la del testimonio permanente de la vida (n.85).

¿Y el contenido último de esta misión? Será siempre “la persona de Jesús”. Todo esto impedirá de reducir, en clave meramente social, la obra de promoción humana que nunca debe faltar en todo auténtico proceso evangelizador (n. 86). Ese pan despedazado por amor y donado para la vida de los demás, debe ser siempre el símbolo de nuestra auténtica vida cristiana, vida eucarística: llamados a hacernos “pan partido” para los demás, en vista de un mundo más justo y fraterno (n. 88).

En la Eucaristía encontraremos, en efecto, el impulso sea para una vida de comunión y de reconciliación, como para un empeño de diálogo y de justicia social: “Quien participa a la Eucaristía debe empeñarse –nos dice el Papa- a construir la paz en este mundo, marcado por la violencia, las guerras, el terrorismo, la corrupción y la explotación sexual” (n. 89). El Señor, pan de vida eterna, nos demanda más atención y compromiso para aquella humanidad que de pan es carente. Las exigencias sociales que nacen de la auténtica Eucaristía, podrán ser mejor enfrentadas gracias al conocimiento que tengamos de la Doctrina Social de la Iglesia y a su puesta en práctica.

La última indicación de la exhortación no puede no referirse a ese urgente reto moral, que a todos nos apremia, que es la salvaguardia ecológica de la creación.

La Eucaristía creída, celebrada y vivida, puesta bajo la protección de María, mujer por excelencia eucarística, será nuestra fuerza y nuestra alegría.

Estoy convencido que en la autenticidad de la fe y del culto eucarístico, se encuentra el secreto de un retorno de vida cristiana capaz de “regenerar”, finalmente, nuestro pueblo cristiano, tan probado por las dificultades y tan afectado por una cultura que es siempre menos humana y cristiana.