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Sin consolaciones pero con Dios

Nos gusta ser consolados. Encontrar paz en el alma, sentirnos seguros en lo que hacemos, mirar nuestra existencia desde la confianza, ¿no sería hermoso poder vivir siempre así?

Tarde o temprano, llegan los momentos de prueba, de dolor, de cansancio, incluso de pecado. Nuestra imagen queda herida. No fuimos capaces de cumplir un propósito, no ayudamos a un familiar o amigo que nos necesitaba, no entregamos a Dios lo mejor de nuestras vidas.

Otras veces seguimos por el buen camino, pero sin consolaciones. Incluso encontramos dificultades: dentro, un extraño sentimiento de apatía; fuera, incomprensiones, críticas, abandonos.

Entonces puede surgir el desaliento. Creíamos que la vida cristiana era más sencilla. Encontrarnos con el pecado o con la desgana nos apaga. Faltan energías interiores. ¿Puedo seguir en el camino?

En esos momentos necesitamos tomar el arado y seguir adelante. No podemos mirar hacia atrás, ni tener nostalgia de lo que teníamos en Egipto (cf. Lc 9,62; Nm 11,1-6).

Tenemos un don maravilloso de Dios: su gracia. Y una voluntad con la que trabajar, también cuando faltan consolaciones. Porque si miramos al cielo y recordamos que tenemos un Padre bueno, seguiremos en el buen camino, pase lo que pase.

En situaciones de desaliento, lo único que importa es estar con Dios y hacer en todo su Voluntad, aunque no tengamos la ayuda de la consolación. Así lo recomendaba san Juan de Ávila en su famosa obra “Audi, filia”, que volvemos a leer en su redacción de castellano viejo:

“E si falta la devoción no te penes, pues no se miden nuestros servicios por devoción, mas por amor; y el amor no es devoción tierna, mas un ofrecimiento de voluntad a lo que Dios quiere que hagamos y padezcamos, tengamos voluntad o no, y si algunos, que parece dejan el mundo por servir a Dios, dejasen también la desordenada codicia de los devotos sentimientos del ánima, como dejan la codicia de los bienes temporales, vivirían más alegres de lo que viven […].

Desnudo murió Jesucristo, y desnudos nos hemos de ofrecer a él, y sola nuestra vestidura ha de ser su santísima voluntad, sin mirar a otra parte. […]

Finalmente, no estar asidos a los flacos ramos de nuestros quereres, aunque nos parezcan buenos, mas a aquella fuerte columna de la divina voluntad, que nunca se muda. Para que así no vivamos en mudanzas, mas participemos a nuestro modo de aquella immutabilidad y sosiego que la divina voluntad tiene, haciendo siempre lo que quiere, y tomando lo que nos invía”.