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Las profundidades del corazón

Cuentan los biógrafos de Sócrates que uno de sus discípulos fue a consultar el oráculo de Apolo en Delfos para saber si era verdad lo que se decía de su maestro, que era el más sabio de todos los hombres. El oráculo respondió que era verdad. Al enterarse Sócrates de la respuesta, se puso a indagar cómo alguien, que sólo sabe que nada sabe, puede ser considerado el más sabio de todos. Quiso saber lo que sabían los prohombres de Atenas: estadistas, poetas, artesanos y políticos. Empleando el método de su madre partera –la mayéutica- hacía salir a la luz pública la común y supina ignorancia. La verdad del Oráculo estaba no en lo dicho, sino en su leyenda: “Conócete a ti mismo”. Y Sócrates comenzó a enseñar a los atenienses a conocerse a sí mismos, lo que ocasionó el desmontaje del aparato político y militar de Atenas. Mejorando a los ciudadanos destruyó el sistema opresor, no sin pagar el precio.

Cuando Jesús invita a sus oyentes a la conversión está en la misma línea del conocimiento interior, aunque en una infinita mayor profundidad. Jesús no sólo cuestiona al hombre sobre lo que sabe, como Sócrates, sino sobre lo que es, sobre su destino y sobre lo que lleva en su corazón. No se inscribe en la lista de los filósofos, sino de los profetas. Sabiduría superior. Jeremías había sentenciado que el corazón humano era traicionero por naturaleza y que sólo Dios lo conoce en profundidad. Que sólo el Espíritu de Dios conoce nuestro espíritu y sólo él lo puede cambiar, recrear y alegrar, porque del corazón del hombre, decía Jesús, salen los robos, las impurezas, los homicidios y toda la podredumbre humana que ahora queremos cambiar con leyes, preceptos, reglamentos, cárceles y fuerza miliar. Con cataplasmas no se cura el cáncer; requiere de cirugía mayor.

Adoctrinada por Jesucristo, la Iglesia nos ofrece variados remedios para estos males. Sobresale la Palabra de Dios. La encontramos escrita en la santa Biblia, que no es un libro para edificación de piadosos sino una guía y espejo para pecadores y rebeldes. En sus páginas el hombre puede saberse y mirarse tal cual es. Sin maquillaje.  Porque vivimos en eterna huida de nosotros mismos. Si queremos algo todavía más concreto, tenemos los relatos de la pasión de Cristo en los  evangelios, drama de la humanidad doliente donde cada uno de nosotros ha sido actor indispensable. El juicio de Cristo conlleva el destino de la humanidad.

La Iglesia, en una mano la Palabra de Dios y en la otra el Crucifijo, hace una invitación a la conversión. A cambiar el corazón. Este año con énfasis mayor por ser el Año de la Misericordia. Es un gesto audaz que viene repitiendo año tras años desde su nacimiento. Le llama tiempo oportuno, aunque inoportuno lo juzguen la mayor parte de los católicos y busquen la oportunidad de escapar de él. Con cinismo impresionante se habla de vacaciones de semana santa. El pagano puede hacerlo cuando y como quiera, pero el discípulo no. Si lo es. Aunque la desbandada se inició desde el grupo de los Doce, hay uno que no huye porque es solidario con los pecadores por el amor. Con tres clavos, fijo se quedó.  Allí espera que leamos la más impresionante historia de amor entre Dios y nosotros. Ante esta historia el hombre tiene miedo, porque el amor compromete. Siempre nuestro mezquino corazón. La paradoja es constante e hiriente. El hombre primitivo huía ante el miedo a Dios; ahora, en el cristianismo, huye ante el Amor.