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La incredulidad

Luego de resurrección de Jesús, los apóstoles se han mostrado reticentes. Pero Tomás va mucho más allá, hasta cerrarse a la luz. No le ha convencido la tumba vacía, no le han impresionado las meditaciones sobre las Escrituras que le narraron los discípulos de Emaús. Él quiere ver. Y cuando todos le aseguran que ellos han visto, quiere ir más allá: no sólo tocar, sino sondear la identidad del crucificado metiendo sus dedos, sus manos en las llagas.

¿Es que Tomás no amaba a su Maestro? Sí evidentemente. Pero era testarudo, duro de corazón. No sólo quería pruebas, sino que las exigía según su capricho. Jesús va a prestarse, con admirable condescendencia, a las absurdas exigencias. Pero dejará pasar ocho días como para dar un plazo a esa incredulidad. Y entonces Jesús se somete a sus condiciones con una mezcla de ironía y realismo.

El paso de los días parece haber robustecido su incredulidad. Mas no por ello piensa en separarse de sus hermanos. Hay una fe, más honda que sus dudas, que sigue uniéndole a ellos. Ésta fue su salvación: seguir con los suyos a pesar de la oscuridad.

Y Jesús ahora se aparece sólo para él. Están todos, pero el Maestro se dirige directamente a Tomás: Ven, Tomás, “trae tu dedo y mételo en las llagas de mis manos; trae tu mano y métela en mi costado”. Ahora queda completamente desconcertado. Su desafío no había sido más que un pedir cosas imposibles, un modo de encerrarse en su duda.

Eso creía Él, al menos. Porque cuando vio a Jesús, cuando oyó su voz dulce, Tomás se dio cuenta de que, allá en el fondo, siempre había creído en la resurrección, que la deseaba con todo el corazón. Se dio cuenta de que se negaba a ella por miedo a ser engañado en algo que deseaba tanto.

Jesús le trajo a Tomás a la sencillez alegre de creer sin sueños y sin miedos. Por eso temblaba cuando Jesús le mando tocar. Sentía ahora una infinita vergüenza de sus palabras de ocho días antes.

Si tocó, no lo hizo ya por necesidad de pruebas, sino como una penitencia por su dureza. Deslumbrado, aplastado, cayó de rodillas y dijo: “Señor mío y Dios mío”.

Así la humillación le llevaba a una de las más bellas oraciones de todo el Evangelio. Ahora iba en su fe hasta donde nunca había llegado ningún apóstol. Nadie le había dicho antes a Jesús: Dios mío.

De aquel pobre Tomás, Jesús ha sacado este acto de fe tan hermoso. Jesús lo ha amado tanto, que de esta amargura, de esta humillación ha hecho un recuerdo maravilloso. Dios sabe perdonar así los pecados. Dios es el único que sabe hacer de nuestras faltas, unas faltas benditas, que no nos recordarán más que la maravillosa ternura que se ha revelado con ocasión de las mismas.

A la exclamación de Tomás responderá Jesús con una frase misteriosa: “Tomás, porque has visto, has creído. Dichosos los que crean sin haber visto”. Antes que Jesús lo dijese, Tomás ya estaba seguro de ello. Había conocido y había envidiado la alegría que encontró en los rostros de sus compañeros. Ahora se daba cuenta de que aquello que él había juzgado irónicamente un sueño, era una verdadera alegría, con raíces bien hondas en la fe.

Su orgullo de antes se había trocado en vergüenza. Y con vergüenza adelantó su mano. Estaba iniciando una peregrinación hacia la humildad. Su mano en el costado no buscaba ya pruebas, certezas; no trataba de asegurarse. Aquella necesidad de seguridad se le había vuelto absurda. Incluso había comenzado a descubrir que las certezas de la razón eran infinitamente más débiles que las adivinaciones de la fe.

Comprendía que el ver y el tocar no aclara realmente nada y de que era mucho más sólido su amor que sus manos. Entendía que sus manos no aportaron nada que no hubieran descubierto mucho antes y mucho más profundamente su fe y su corazón.

Por Padre Nicolás Schwizer