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El árbol y sus frutos

El Evangelio está compuesto por distintas comparaciones, imágenes y sentencias de Jesús. Quiero detenerme un rato en una de las muchas comparaciones: la del árbol y sus frutos.

Mediante esta imagen, el Evangelio nos da un criterio de discernimiento, una lección de prudencia sobrenatural. Para juzgar a un hombre, un movimiento, una doctrina, no debemos dejarnos llevar por sus apariencias o sus declaraciones. No debemos fijarnos en sus palabras, sino hemos de mirar sus obras y sus realizaciones. “Cada árbol se conoce por sus frutos”, nos recuerda Jesús.

Es por eso que no nos convencemos demasiado de prisa. Nos gusta conocer los frutos, observar la eficacia, fijarnos en los hechos y en los resultados.

¡Queremos observar la resultante creadora!

Pero más provechoso todavía nos resulta, utilizar este criterio no solamente en lo que se refiere a las demás, sino emplearlo también con nosotros mismos. Así sabremos si somos realmente auténticos cristianos o no.

También nosotros somos como los árboles. Y la pregunta es, si producimos frutos útiles, sabrosos, provechosos para Dios y para los demás.

¿Los hermanos vienen a confortarse y alimentarse de nosotros? ¿Se dirigen a nosotros cuando necesitan un consejo, una ayuda, un servicio?

Y allí cabe esa otra palabra de Jesús, tan clara y contundente: “No el que dice ´Señor, Señor´ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21).

Muchas veces decimos: “Señor, Señor”. Pero esto no basta, si no consigue cambiar nuestra vida de cada día, si no nos lleva a cumplir la voluntad del Padre.

Y la voluntad del Padre nos exige justicia para con los que dependen de nosotros, amor para con los que nos rodean, ayuda para con los que la necesitan.

¿Para qué reunirnos en la iglesia todas las semanas para cumplir unos cuantos ritos y oraciones, si al salir no ha cambiado nada en nuestro corazón, en nuestra conducta, en nuestras costumbres? ¿Para qué participar en la Misa dominical, si al salir no nos amamos más que antes, si no nos reconciliamos con los hermanos alejados?

Es el peligro de toda religión: realizar gestos y ritos sin cambiar el comportamiento de cada día. No nos servirá de nada, apoyarnos en nuestras Misas dominicales, cuando llegue el día del juicio: sólo entrarán al Reino celestial los que cumplen la voluntad del Padre.

O nuestras confesiones. Nuestras confesiones no nos sirven para nada si no nos enseñan a perdonar, también nosotros, a cuantos nos han ofendido. Solo hay una cosa que Dios no puede perdonarnos: que no perdonemos nosotros mismos a los demás. No hemos recibido el perdón de veras, si no lo hemos transmitido a los otros. No hemos conocido el amor de Dios si no amamos a nuestros hermanos.

Cristo ha querido una religión en espíritu y en verdad, no una religión de frases y fingimientos.

Los frutos que demos, han de ser testigos de la vida divina que mora en nosotros. Nuestra conducta debe corresponder a nuestra fe. Nuestro amor a los hombres debe probar nuestro amor a Dios.

Queridos hermanos, al salir de cada Eucaristía, ojalá cambie algo, no sólo en nuestro amor a Dios, sino también en nuestra relación para con los hermanos.

Padre Nicolás Schwizer