Los desplazamientos y migraciones de seres vivos a lo largo del planeta se han producido en muchos periodos de la historia por motivos diferentes.
Uno de esos motivos surge desde las actividades de un ser viviente muy especial: el ser humano.
Durante cientos y cientos de años, los humanos han realizado viajes y han desarrollado técnicas que permitieron numerosos movimientos migratorios de animales.
Por recordar solo casos muy conocidos, podemos mencionar la expansión de la abeja africana en América, y la invasión del mosquito tigre desde Asia hacia Europa y otros continentes.
La lista sería mucho más larga, pero nos pone ante algunas preguntas. ¿Es correcto que algunos animales salgan de sus zonas tradicionales para poblar otras?
Hablar de corrección o de falta de corrección supone un modo de ver el mundo en el que sería considerado como bueno conservar ciertos equilibrios ambientales y como dañinos ocasionar migraciones de animales desde acciones humanas.
Tal modo de ver necesita ser fundamentado según criterios éticos válidos. Ahí es donde inician los problemas: si los animales se han movido por causas naturales en muchas ocasiones, ¿por qué algunos consideran negativo que se muevan también por «culpa» del hombre?
Una primera respuesta, obvia pero al mismo tiempo merecedora de ser profundizada, es que el viento no tiene «culpa» si traslada un insecto de una isla a otra, pero el hombre sí podría tener «culpa» al introducir en un barco mosquitos que pasen de isla en isla, de continente en continente.
Hablar de «culpa» en el ser humano supone reconocer que existe en él algo que lo diferencia del viento o de un ave migratoria que introduce en Asia o en Europa un parásito típico de regiones africanas.
Ese algo necesita ser ulteriormente evidenciado, porque si el hombre no se diferenciase del resto de los animales, las acciones humanas que provocasen «invasiones» de insectos de un continente a otro no tendrían relevancia ética.
Según una visión filosófica larga de siglos, ese «algo» consiste en la dimensión espiritual, que fundamenta la existencia en los humanos de una inteligencia capaz de reflexionar (aunque a veces se equivoque) y de una voluntad capaz de elegir (aunque escoja, por desgracia, comportamientos pésimos).
Solo desde esa dimensión espiritual tiene sentido discutir si un traslado de animales provocado conscientemente por los seres humanos sería dañino o si podría convertirse en ocasión de un enriquecimiento en los dinamismos del medioambiente en ciertas zonas geográficas.
Por P. Fernando Pascual