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Pecados contra la esperanza

La esperanza es una virtud que nos infunde Dios y consiste en esperar con confianza, con la ayuda de Dios, el alcanzar la felicidad eterna, así como esperar con confianza el tener a nuestra disposición los medios para asegurarla. Su objeto inmediato es Dios.  Y se dice que es una virtud infusa porque no es como los buenos hábitos en general el resultado de actos repetidos o el producto de nuestra propia industria. Al igual que la fe sobrenatural y la caridad, el Dios Todopoderoso lo implanta directamente en el alma.

Hay dos pecados que contrarían la esperanza: la desesperación y la presunción.  El primero niega la esperanza por desconfiar u olvidar que Dios pueda ayudarnos a alcanzar la felicidad eterna. El segundo lo hace al dar por sentada y asegurada la felicidad eterna, por lo cual no se necesitaría ya de ninguna ayuda divina para obtenerla, pues ya estaría obtenida.  La raíz de ambos pecados, me atrevo a decir, consiste en poner las esperanzas en uno mismo, en el mundo, o aun el mismo diablo, pero no en Dios.

Quien confía sólo en sí mismo, o en el mundo, o en el diablo, tarde o temprano descubrirá lo frágil de esa confianza.  Como no pone los ojos en Dios, se agobia, se angustia y cae en la desesperación.  Ninguno de sus falsos aliados acaba respondiendo por lo prometido. Sólo Dios cumple. Pero el desesperado no mira a Quien le ofrece salvación y queda finalmente perdido.

Hay al menos dos tipos de presuntuosos.

Uno confía demasiado en sus propios actos de piedad a punto considerarlos méritos suyos y suficientes para alcanzar la felicidad eterna. El problema residiría en que, al hacerlo, se olvide de que su piedad es un don de Dios, y que a fin de cuentas, si hay algún mérito, ése es de Dios, y no de sus esfuerzos humanos por rezar rosarios, ir a misas, asistir a los enfermos, etc., por muy buenas y recomendables que sean esas obras.  Quien así vive la piedad se arroga una gloria que pertenece a Dios, y presuntuoso piensa que el Cielo por ello le pertenece.

Un presuntuoso, tal vez más común, es quien ya se cree bueno y, por ello, no necesita ni espera de Dios.  Éste, como Adán y Eva, prefiere por sí mismo definir qué es el bien y qué es el mal, en vez de oír lo que dice al respecto Dios.  Por supuesto, la definición a que el presuntuoso llega es la que más se acomoda a su mediocridad o incluso a su malicia.  “No necesito ir a Misa”, dice, “porque ya soy bueno”.  “Basta con que pague mis impuestos y no vaya a la cárcel”, añade, y se imagina que le aplauden los ángeles.

La única esperanza válida es la que descansa y se apoya en Dios.  Esta esperanza es tan firme que se representa con un ancla.  Y procede de la Palabra y la Promesa que Dios nos ha hecho de salvación.  Dios cumple su Palabra y no quebranta su Promesa.

Por Arturo Zárate Ruiz

Arturo Zárate Ruiz (México)
Arturo Zárate Ruiz es periodista desde 1974. Recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1984. Es doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin, 1992. Desde 1993 es investigador en El Colegio de la Frontera Norte y estudia la cultura fronteriza y las controversias binacionales. Son muy diversas sus publicaciones.