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Huellas en la piedra del Torrente Cedrón

Las Sagradas Escrituras mencionan en variadas ocasiones un lugar geográfico conocido como el Cedrón, un sitio que también Jesús recorrió, como lo refiere el Evangelio: “Pasó Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos” (Jn 18,1).

El valle del Cedrón, donde la tradición ha situado las tumbas de Zacarías, padre de san Juan Bautista, y del apóstol Santiago, procede del norte de Israel y es atravesado por un gran barranco que corre desde la parte oriental del muro de Jerusalén hacia el Monte de los Olivos, y que se extiende hasta el desierto de Judea y el Mar Muerto.

El barranco del valle Cedrón, que comienza al noroeste de Jerusalén con una ligera depresión de unos 20 metros llega a alcanzar los 100 metros de profundidad. Durante el verano y el invierno el Cedrón está seco, pero durante las lluvias se forma el río llamado “Torrente de Cedrón”. La locución Cedron se deriva de la expresión hebrea “estar oscuro”, probablemente como referencia al tono del agua del torrente.

Luego de ser apresado en el huerto de Getsemaní, Jesús fue sometido al juicio de los sanhedritas en la residencia del Sumo sacerdote, como lo narra en el tomo II de su cristología “Jesucristo, su vida, su doctrina, su obra”, el sacerdote Jesuita Ferdinand Pratt: “Jesús recorrió en sentido inverso el mismo trayecto de dos o tres horas antes. Los esbirros se lo llevaron a lo largo del Valle del Cedrón, hasta la puerta cercana a la piscina de Siloé; y luego escalaron el camino escarpado que conducía al palacio común de Anás y Caifás, sobre la altura que ahora se llama colina de Sion”.

En su obra “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”, el padre José Luis Martín Descalzo asegura que “eran las tres de la mañana” cuando aprendieron a Jesús, quien “avanzaba entre trompicones. Atadas las manos en la espalda, descalzos los pies, gacha la cabeza, conducido con la soga que sujetaba su cuello” y agrega que “nadie movió un dedo por defender a Jesús. Quienes le conocían de los días anteriores en el templo difícilmente podían reconocerle ahora, humillado, rojo el rostro, repentinamente envejecido. Por lo demás, los sacerdotes habían elegido sabiamente el camino más largo, bordeando la muralla, esquivando la zona del templo donde más fácilmente podía encontrar Jesús amigos que le defendieran”.

Una antiquísima tradición refiere que en el trayecto entre Getsemaní y el palacio de Anás y Caifás, al pasar por el puente sobre el torrente Cedrón, con un empujón arrojaron a Jesús al fondo del torrente, donde sobre una durísima piedra quedaron impresas las huellas de sus pies, rodillas, manos y cabeza. El sitio en el que esta roca se encuentra, es visitado por los millares de peregrinos que año con año acuden devotamente a Tierra Santa.

En las revelaciones que el Señor concedió a la Luisa Picarreta, vidente de la Divina Voluntad, ella describe: “Pero ya estamos en el Torrente Cedrón y los perversos judíos te empujan en él y al empujarte hacen que te golpees en una piedra que ahí se encuentra, pero con tanta fuerza, que empiezas a derramar de tu boca tu preciosísima sangre, dejando marcada aquella piedra. Y después, jalándote, te arrastran por debajo de aquellas aguas” y agrega: “tus enemigos, temiendo que vayas a ahogarte y queriendo reservarte aún mayores tormentos, te sacan de ahí”.

Por su parte, la beata Ana Catalina Emmerick describe la visión, de ese momento en el Torrente Cedrón, que el Señor le presentó por medio de la visión mística: “Vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos tirones que le daban. Pero al llegar al medio del puente, su crueldad no tuvo límites; empujaron brutalmente a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el torrente, diciéndole que saciara su sed. Sin la asistencia divina, esto sólo hubiera bastado para matarlo. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se la hubiera despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de agua, si no la hubiera protegido con los brazos juntos atados, pues se habían soltado de la cintura, sea por auxilio divino, o porque los alguaciles los desataran. Las rodillas, los pies, los codos y dedos se imprimieron milagrosamente en la piedra adonde cayó, y esta marca fue después objeto de veneración. Las piedras eran más blandas y más creyentes que el corazón de los hombres, y daban testimonio, en aquellos terribles momentos, de la impresión que la verdad suprema hacía sobre ellas”.

Por Roberto O’Farrill / www.verycreer.com